viernes, 12 de octubre de 2018

Reflexiones de un día gris

En el medio de la ciudad, en un pequeño punto disipado entre otros tantos miles, reposa un libro sobre la frazada de Londres. Mientras que detrás de la ventana, en el floreado balcón, caen las gotas que remontan a un vano adiós.
Sopla el viento y retumba su silbido sobre las paredes, vibran las ventanas y se estremece la pila de monedas de oro, unas encima de otras, aquel pilar tan importante del edificio.
El café está listo y su aroma penetra en el adorno sobre lo alto del tejado que es mi nariz. No hay azúcar, en esta casa nunca hay azúcar, una vida tornada a la evasión de cualquier endulzante.
Pero un impulso de volar invade mi mente, volar bajo la tormenta. Se parte el cielo, así como mi estructura interna, la calle está ruidosa y desolada, y aún así quiero volar.
Pero replanteo mi deseo ¿Volar? ¿Para qué volar? ¿Será que hay algo de lo que debería desprenderme? ¿Qué es lo que me ata? Que me encadena a la tierra. Y en tal caso ¿Cómo volar si nunca supe aterrizar? Si el deseo es más fuerte que la capacidad, es posible acceder a un utópico viaje al cual se espedaza frente a la mirada del niño dentro del espejo, que sonríe con un montón de esperanzas rotas dentro de las banderas que penden del exterior como manos.
Estoy tan Soledad últimamente, o quizás tan Mio ¿Habré logrado llegar al punto en el cual estos dos puedan vivir en conjunto de manera pacífica? ¿Es decir que soy libre de sus ataduras? No... Lo dudo.
La obsesión y la compulsión no hacen más que denotar la mentira que es el libre albedrío, terminamos siendo presos de nuestras emociones, carceleros de nuestro prisionero, no logramos ser libres de nosotros mismos.
Mientras Mio vigila la puerta con su bastón de clavos, Soledad juega a distraernos, pero cuando logramos inhibir estas dos figuras, logramos evidenciar esta realidad, nos comemos la manzana y observamos que a nuestro al rededor son solo rejas de mentiras y engaños.
Donde el egoísmo propio del ser humano nos lleva a mutilarnos a nosotros mismos, al destrozar nuestro al rededor, atacamos a los demás, y así, nos envenenamos de Odio y Soledad a nosotros mismos.
Odio... Odio es el hijo entre Soledad y Mio.
Odio... Odio es quien prevalece sobre mi.
Odio... Odio nada libremente por la sangre que trasporta mis venas, contaminando la esencia del ser, pintando de negro aquellas alas castas que solían ser blancas.
Odio... Odio quien soy y odio soy yo.
La lluvia cae mojando los revestimientos exteriores, emanando agua salada de los ventanales que proyecta mi realidad. Y en un momento de revelación, una epifanía que arranca de cuajo los árboles del bosque permitiendo ver el frío lago de fondo.
La gran pregunta al Quién soy.

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