jueves, 13 de abril de 2017

Sentir


Hace frío, me duelen los dedos, quiero guardarlos en los bolsillos, pero no puedo, siento dolor, siento, puedo sentir.
Me gusta el frío.
¿Me gusta el frío? ¿O me gusta el frío por descarte al despreciar el calor? O simplemente será el hecho de poder sentir, aunque sea dolor, sentir algo, algo diferente al monótono y rutinario vacío, diferente a la nada, diferente a aquello que yo mismo busco contradiciéndome con eso que tanto necesito pero repudio por miedo, la soledad.

Me tapo en telas negras, me coloco mi antifaz de misterio y seducción, abro la puerta.
Subo a la maquina de los deseos, en donde esas almas vacías de aire se transportan a fingir su realidad dentro de paredes musicales, techos luminosos repletos de noche y pisos llenos de desmesura.
Entre humo y risas me siento tan perdido, observo el mundo como siempre desde una perspectiva alejada, intentando analizar, juzgando y creyéndome juzgado, pero a mi no me pueden juzgar, no mientras no me saque mi antifaz.  Fui precavido, cosí el antifaz a mi rostro, así nunca se me caería. El problema es que ya no puedo recordarme sin él.

La música aumenta, y el techo de la maquina se abre, siento el viento, sentí el frío nuevamente, empecé a sentir la adrenalina helada una vez más, mi corazón latía rápido, podía escucharlo, era más fuerte que la música.
Cerré los ojos y vi a un niño, un niño que caminaba vistiendo una campera verde oscura abrigándolo, lo resguardada del frío, caminaba con su familia, una tarde de invierno en el puerto, una fría tarde de invierno en el puerto.

Abrí los ojos y volví a la realidad, a mi verdadera realidad, al presente, al presente real, a un presente descontaminado por un futuro inexistente, y un pasado acechante. Me pare, saque mi cuerpo por la abertura del techo y arranque de mi piel aquel oscuro antifaz, grite, grite tan fuerte como pude, grite de dolor, pero más aún, grite al animarme a no temer, no temerle a ese invisible futuro, e ignorar a aquel verdugo que me persigue en cada momento, que me controla, que me acorrala en cada movida de mi vida sin dejarme avanzar, que me lastima y domina, que se llama pasado y no puedo dejar ir.

Giro en círculos, mis ojos negros están cerrados, y sonrío.
Siento la magia del viento en mi rostro, mi pelo bailando al ritmo de una canción que repetía una y otra vez la frase "No quiero vivir para siempre, porque sé que estaré viviendo en el dolor"
Abro mis ojos y veo pasar las luces de la ciudad con velocidad, estiro mis brazos y libero la energía contenida en mi pecho por mi garganta.
Respiro profundo, siento la fuerza del mundo correr por mis venas, puedo sentir, me veo a mi, me veo, me veo vivo, estoy vivo.
Puedo escuchar, y puedo gritar, puedo cantar y puedo correr, puedo sentir y puedo amar, puedo llorar y puedo odiar, soy humano, soy solo eso, soy todo eso, un sencillo y complejo humano, un completo y vacío ser humano.

Ciudad de agua

"Dónde estás?" decía cada noche, cada doce de la noche, cada mes, y cada año.

En su imaginario el destinatario era siempre alguien diferente, un otro, aunque quizás no era más que siempre el mismo lobo.

En su realidad era un otro distinto a ella, pero en su invisible estado era ella.

Aquel reflejo al que siempre le preguntaba en donde estaba. Y si realmente se lo estaba preguntando a ella?

Perdida, sin saber dónde estaba o que estaba haciendo con su vida. Cegada y tapada de presiones, de obligaciones de ser o no ser.

"Dónde estás?" le decía a su frío reflejo, traslucido en el cristal del rutinario transporte madrugador que la llevaba a su centro de rehabilitación, su hogar. Centro de rehabilitación a la paz y calma, a un mundo sin gigantes de sacos y corbatas que señalan. A un mundo de sonidos liberadores, donde la guitarra y su voz generaban el equilibrio y compostura que necesitaba.

Mira la pantalla de su teléfono, doce y veinticuatro, se frustra al ver que pasaron de las doce en punto.

Se acuerda cuando todo era diferente, cuando era una persona diferente, cuando no estaba contaminado por el veneno de esa gran ciudad plagada de serpientes, de hienas, de buitres. De animales carroñeros que esperan a ver la muerte para alimentarse de lo poco que queda.

Se acordaba de las 00:00, como siempre pedía el mismo deseo. Como le decía, mirándolo a los ojos, que pidiera un deseo. Y ella, esperanzada, soñaba con que él deseara una vida juntos.

Y ahora se pregunta dónde está, si estará en los brazos de alguien más. 

Se pregunta si el agua va a seguir su camino, y ella, tan fuego, tan pasión, tanto que quema. Arderá siempre, quemando todo a su pasar. Marcando en su avanzar, o simplemente, se extinguirá y vivirá como una tenue luz apagada en un mundo de tanto mar, de tanta agua, de tanto frío.